Un viaje largo, pero que merece la pena

(© Privado)

A las veinticuatro semanas de embarazo, cuando todavía estaba en el vientre de su madre, a Tom le diagnosticaron Síndrome del Ventrículo Izquierdo Hipoplásico (también conocido como VIH), la más grave de todas las cardiopatías congénitas. No sobreviviría sin una serie de operaciones, la primera de las cuales tendrían que hacérsela poco después del nacimiento.

“Querida familia, queridos amigos, tenemos muy malas noticias”, así es como traté de expresar con palabras nuestro dolor en los correos electrónicos que escribí el 12 de julio de 2004 en la semana 24 de mi embarazo. Este fue el día en que nuestro pequeño mundo sufrió el impacto de una campanada: al que iba a ser nuestro segundo hijo, Tom, le habían diagnosticado el temido Síndrome del Ventrículo Izquierdo Hipoplásico (VIH). No nos llevó mucho tiempo encontrar información sobre el mismo en Internet. Todas las páginas que encontramos decían lo mismo: VIH es la cardiopatía congénita más severa. Nuestro hijo moriría nada más nacer, si no recibía tratamiento médico inmediato. Nuestro hijo no sobreviviría sin una serie de operaciones. La primera –y, con diferencia, la más complicada- tendrían que hacerla a los pocos días de nacer. Se nos planteaban tres (im)posibles opciones: abortar, o continuar con el embarazo hasta llegar a término; o dar a luz a la espera de que falleciera. Yo no rogaba más que por que existiera una cuarta opción que no tuviera nada que ver con las otras tres.

Tom se queda

Sabíamos, desde el principio, que no había duda posible: Tom se quedaría con nosotros. Mi vientre era el lugar más seguro de la tierra para él. Si su cardiopatía congénita era incompatible con la vida en el exterior, entonces podía y debía vivir en mi vientre, ahí es donde tendría lugar su vida.

Decidí que quería dar a luz donde había nacido también nuestro hijo mayor, en el hospital antroposófico, donde los tocólogos son tan maravillosos.  Allí era donde queríamos dar la bienvenida a Tom al mundo y a nuestros brazos, para tener un minuto de tranquilidad y -eso esperábamos- ser capaces de sentir qué era lo que teníamos que hacer después. Si nos oponíamos a que Tom fuera trasladado a otro hospital para que le operaran, decisión que supondría inevitablemente su muerte, yo creía que esa decisión sólo podríamos tomarla en el ambiente seguro de ese hospital, si es que algo tan terrible se puede decidir con antelación.

En nuestra ciudad, hay un hospital universitario con un departamento de cardiología pediátrica excelente y con un cirujano cardiovascular experimentado. A través de un grupo de ayuda mutua de padres de niños con cardiopatías congénitas, entramos en contacto con dos niños con VIH. Nuestras esperanzas se avivaron.

Se acercaba el momento del parto y yo, lentamente, muy lentamente, me iba preparando para lo que pudiera pasar. El hecho de saber que me pasarían muchas más cosas, cuando se apoderaran de mí los dolores del parto, me hacía tener menos miedo. Saber que el nacimiento tiene su propia dinámica, que me arrastraría, que yo sólo sería una parte del proceso, me libró de parte de la presión.

Los dolores del parto comenzaron la noche del 17 de octubre de 2004. Todo mi cuerpo, mi alma y mi cerebro se negaban a aceptar el nacimiento. No quería dar a luz tres semanas antes de la fecha prevista; eso significaba que el período final de gracia quedaba reducido a nada. Fueron horas muy duras antes de que, de hecho, se produjera el nacimiento. Ese momento se llenó con la dorada luz del amanecer de octubre. Miré a través de la ventana hacia los árboles de color ardiente que se recortaban contra el azul del cielo. Tom nació cuatro minutos después de pasadas las doce, más pequeño y frágil de lo que yo había esperado, callado, resignado y muy, muy azul. El pediatra nos pidió permiso para ponerle en el respirador. Pedimos que nos diera tiempo para pensarlo. A solas con Tom, lo puse sobre mi pecho. Si ya necesitaba cuidados intensivos, incluso antes de haber entrado en contacto con el mundo real, entonces se le debía permitir irse, tan silenciosamente y pacíficamente como había nacido. Pero Tom bebió. Bebió y bebió hasta que sus mejillas cobraron color. El pediatra apenas podía creer lo que estaba viendo. No se volvió a hablar del respirador.

Tom fue trasladado en su segundo día de vida. Durante sus primeras 30 horas nos permitieron tenerle en nuestros brazos casi de continuo, nosotros tres sanos y salvos en un cuarto suavemente iluminado.

La operación más importante

En el octavo día de la vida de Tom, se decidió que la operación sería al día siguiente. Se había acabado el último período de gracia. Éramos tremendamente conscientes de que aquellas podían ser sus últimas horas de vida. Aquella noche no pude separarme de mi hijo. Tom reposaba sobre mi pecho. Fueron horas llenas de paz y encanto que me dieron a mí, y estoy segura de que a él también, la fuerza para enfrentar lo que tuviera que venir. Sólo así pude dejarle ir cuando se hizo de día y llegó la hora. Me resultó muy duro acompañarle hasta el quirófano. Pusimos a Tom en las manos de aquellas personas capaces de darle su única oportunidad de supervivencia. Le dejé ir. Si no era capaz de vivir en condiciones, entonces podía y debía irse. Ése era mi deseo, mi plegaria, mi angustia vital, mi ansiedad.

Fue un día difícil. Por fin llegó la noche y Tom seguía vivo. Estaba estable, tenían que mantenerlo en el respirador y en un coma inducido durante algunos días más. En la mañana del día en que debía haber nacido, cuando yo me acercaba a su cama, abrió los ojos. A partir de ese momento, las cosas empezaron a mejorar. No tuvimos en ningún momento la sensación de que estuviera sufriendo. Permanecía echado en la cama con expresión resignada y pacífica, durmiendo mucho, bebiendo sin ayuda e incluso pudiendo tomar el pecho a los pocos días.

Cuando cumplió los siete meses, le hicieron la segunda de las tres operaciones para separar su circulación. Tom la superó con honores, al igual que también superó la operación final que le hicieron al cumplir los tres años.

El viaje mereció la pena

Tom (middle) with his two brothers. (© Privado)

Tom es un niño astuto, amante de la diversión, travieso, curioso, decidido y nadie diría que tiene una cardiopatía congénita grave. Es confiado y vive una vida normal. Una lección importante: el niño no se traumatiza necesariamente por haber estado hospitalizado o por haber pasado por intervenciones quirúrgicas muy severas. Más bien al contrario: estamos convencidos de que Tom siempre ha sido consciente de que el máximo cuidado médico es su única oportunidad de sobrevivir. Mirando hacia atrás, elegiría una y mil veces la solución quirúrgica. Si hubiese sabido entonces de la existencia del gran número de niños con VIH felices que he conocido, más tarde, a través de los grupos de ayuda mutua e Internet, me habría resultado más fácil tomar la decisión.

Autor(es): Dr Stefanie Weismann-Günzler
Última actualización: 2010-04-19